
Región turística (cuento tradicional)
Como todo
cuento que se precie, esta historia debería comenzar así: Érase que se era una
región que sería turística o no sería; el destino de una comunidad privilegiada
por el Astro Rey no podía ser otro. Lo tenía todo para convertirse en el
paraíso de la gélida Europa septentrional; y sin embargo...
En efecto,
su principal aval lo constituían sus más de trescientos días de reluciente sol.
A los que se sumaban el empuje de sus dos mares (uno mayor e inabarcable; el
otro pequeño pero inmenso, como inmensamente descuidado) y el irrefrenable
atractivo de sus pronunciados contrastes entre el interior y la costa, que la
dotaban de una belleza singular. A todo ello, se agregaban cuantiosas riquezas
culturales, acendradas tradiciones, fiestas de interés turístico internacional
y múltiples encantos que componían un valiosísimo bagaje que, como todo en este
mundo material, entraría en competencia con un agresivo entorno donde también
se presumía de los eólicos rayos. La ley de la oferta y de la demanda, porque
el sol no era patrimonio de nadie; menos en aquella España meridional, tan
parecida a la nuestra.
Y de poco
(o nada) habría de servir que se proclamara a los cuatro vientos lo hermosa que
era, en memorables galas que pasarían a los anales de la televisión mundial; ni
que se contara con un profesor chiflado, serbio o croata (quizá bosnio), un tal
Karabatic, que se atrevería a sustituir la marca de la región, donde vivía el
sol, por la falsa moneda de “Murcia: No-Typical”. De este modo, se cambiaría
insensatamente de rumbo con una facilidad tan pasmosa como nula la efectividad
que tendría. La ‘cruz’ de Karabatic, años después, la seguirían sufriendo cual
maldición eslava.
Después de
muchas y costosas vueltas alrededor de sí mismos, habrían de volver al punto de
partida, a su Costa Cálida, de la que no tendrían que haberse apartado. Sus
competidores no lo hicieron en ningún momento, jamás abandonaron sus señas de
identidad: las otras costas seguían alardeando de nombre sin ningún rubor. Por
contra, en la región más regional, se empeñaban en buscarle tres o cinco pies
al gato de un turismo, que corría más y más deprisa por otros pagos; algunos
muy próximos. Incluso se buscaban evanescentes marcas cantonales...
Al cabo de
los años, el pesimismo empezó a cundir entre los empresarios del sector, que
contemplaban atónitos cómo se mudaba de directrices, eslóganes, consejos y
hasta de consejeros con desorbitada frecuencia. Los datos, no obstante,
resultaban aparentemente satisfactorios. Así, se vendía con indisimulada
vanagloria institucional el haber superado, en 2018, los 5,7 millones de
visitantes (un 3,3% más que en el año anterior, un incremento de 184.000
turistas). Pero poco más de un millón eran extranjeros, lo que la situaba
proporcionalmente muy lejos de los 82,6 millones que habían recalado en aquel
remoto país nuestro. En total, esta región pretendía saltar la barrera de los
seis millones de visitantes en 2019; aunque el turismo ya suponía el 11% del
PIB regional, se aspiraba a llegar al 12%.
Incertidumbres
Empero, inquietantes perturbaciones se avistaban en lontananza, un 'Brexit' duro podría derrumbar sus expectativas de crecimiento (los británicos representaban el 42% de sus visitantes extranjeros). Habría, por tanto, que buscar también en otros caladeros, aunque se toparían con grandes dificultades de índole estructural; a tal efecto, hasta 2021, se invertirían unos 900.000 euros que podrían resultar clamorosamente escasos.
Empero, inquietantes perturbaciones se avistaban en lontananza, un 'Brexit' duro podría derrumbar sus expectativas de crecimiento (los británicos representaban el 42% de sus visitantes extranjeros). Habría, por tanto, que buscar también en otros caladeros, aunque se toparían con grandes dificultades de índole estructural; a tal efecto, hasta 2021, se invertirían unos 900.000 euros que podrían resultar clamorosamente escasos.
El propio
Instituto de Turismo de tal región reconocía tres condicionantes inapelables:
la evidente insuficiencia de plazas hoteleras, la persistente estacionalidad,
así como una endémica falta de infraestructuras. De esta suerte, siempre
infausta, se entraba en el odioso juego de las comparaciones con las vecindades
de los alrededores. Y en ese juego falaz, esta región salía muy dañada: Almería
tenía el doble de plazas hoteleras, mientras Alicante casi la cuadriplicaba.
Planes y más planes
Curiosamente,
a lo largo de los años, habían abundado planes -estratégicos planes- que como
los panes bíblicos se multiplicaban por obra y milagro de los sucesivos
gobiernos regionales, sin que se alcanzaran las metas previstas y se redujeran
distancias con respecto a sus directos competidores. Esta comunidad tan nuestra
apenas disponía de 20.300 plazas hoteleras; con ellas, hacer frente a las más
de 42.000 de Almería y las casi 75.000 de Alicante, se convertía en misión
imposible. Por fortuna, en 2019, se abrirían ocho hoteles más, que aumentarían
en mil las plazas disponibles; esta oferta en el siguiente cuatrienio se
incrementaría en otras cinco mil, con lo que se recortarían distancias, que aún
se antojaban ciclópeas.
Asimismo,
el crecimiento turístico se veía amenazado por un indeseable equilibrio entre
la oferta reglada y la alegal, que ascendía -cada una de ellas- a unas 60.000
plazas. Los hoteles y alojamientos legales se veían igualados e incluso
superados por el número de vacantes de la oferta ‘paranormal’; la propia
Asociación de Hoteleros de aquella costa tórrida elevaba la cifra de los
“alegales e ilegales” hasta las setenta mil plazas. Era urgente que la
Administración tomara medidas; que setenta mil alojamientos fantasmas camparan
a sus anchas, constituía una afrenta para los empresarios de una región que
buscaba su sitio en el arduo mercado turístico.
La
historia interminable
Precisamente
el número de plazas era el primer problema. Pero no el único, ni tampoco el
mayor: el déficit histórico de infraestructuras y el dubitativo criterio en la
propia promoción turística conformaban factores de alto riesgo, que podían
precipitar una mayor caída del sector en una comunidad, donde -a pesar de todo-
seguía habitando el Sol. Si a éstos, se añadían los problemas medioambientales
de enorme envergadura que se sufrían desde tiempo atrás, como el enfermizo
estado del legendario Mar Menor (la joya de la Corona perdida), o la inacabable
regeneración de Portmán, uno de los mayores atentados ecológicos de Europa, se
obtenía un retrato fiel de una región turística, que se jactaba de sol pero que
cubríase de sombras.
Paradoja
de las paradojas: por un lado, la escuálida oferta de plazas hoteleras impedía
acceder a los grandes mayoristas; por otro, las que se tenían no se ocupaban.
En el largo otoño/invierno, la situación se recrudecía, especialmente en la
costa; y a nadie parecía sorprenderle que enclaves emblemáticos como La Manga
se vieran desiertos. Mientras media Europa se congelaba, los rayos de sol
regionales se perdían miserablemente en solitarias playas. Ni siquiera en los
más señalados ‘puentes’, donde otras zonas hacían su agosto invernal, esta
‘hipersoleada’ región llegaba a cubrir sus limitadas pretensiones. La
estacionalidad hacía estragos en el litoral; de hecho, el 62,5% de las
pernoctaciones se registraban entre junio y septiembre. Después de este
periodo, se desplomaba la ocupación de una manera incontenible; maléficamente
esta constante se repetía año tras año, sin que nadie supiera encontrarle una
solución, pese a la dilatada nómina de prestidigitadores y hechiceros que
hicieron carrera por tierras tan legendarias.
Aun así,
los empresarios habían reivindicado mil y una veces el AVE y el
aeropuerto internacional, como si fueran ingredientes del milagroso bálsamo de
Fierabrás que todo lo remediaba. Sin embargo, la realidad era mucho más
compleja; aquella región no resolvería su viabilidad turística por la mera
consecución de tales avances.
De esta
guisa, la inauguración del anhelado aeropuerto, que se había hecho esperar
siete exasperantes años, no habría de resolver por sí solo el jeroglífico del
turismo regional. Hubiera sido muy simplista creer en ello; el cambio de
modelo, que exigía el sector, requería mucho más que un aeródromo nuevo: se
hacía imprescindible inexcusablemente una intensa renovación y diversificación
de la oferta, en busca de una excelencia que nunca antes se había tenido en
cuenta. Crecer en calidad -y no en cantidad- era el reto. Y lo seguiría siendo
de ahora en adelante…, huyendo, como de la peste, de fantasías animadas (y
otros Paramounts), que se derrumbaban cual castillos de naipes por mucho que se
pusieran primeras piedras.
Mas éste
es un cuento tradicional, y por definición, ha de tener un final dichoso.
Aquella turística región, a pesar de pesares, más temprano que tarde, acabaría
por imponer sus cualidades; tanto el privilegiado clima como su oferta
turístico-cultural, gastronómica y de ocio la harían inigualable e
irresistible, hasta para el inexplorado turismo idiomático. Y sus habitantes
serían felices y comerían perdices, las verdes perdices de la huerta.